Ilustración: ALTUS Departamento de Arte
Al final de una calle iluminada por la luz lánguida de unos faroles hay un perro, es el perro de mis sueños, pues lo estoy soñando, pero aún no sé si lo tendré en el momento de despertar. Es un perro negro de pelo largo, cuya lengua se balancea al ritmo del reloj que suena en la esquina de mi cuarto, pero yo no lo sé, pues estoy dormido. En cambio, su cola peluda se mantiene erguida sin movimiento alguno. El perro se me acerca poco a poco. Yo estoy bajo la sombra de un árbol, al lado de la calle. En ese instante me despierto, observo el reloj de la esquina de mi cuarto que marca alguna hora inalcanzable para mis ojos miopes. Deseo seguir soñando con el perro de mis sueños, tomo las cobijas cálidas y me vuelvo a tapar.
Veo una mujer a lo lejos, es la mujer de mis sueños. La piel trigueña, el pelo negro, el cuello largo, los ojos bien abiertos. Se encuentra esbelta y desnuda colgada en un árbol también desnudo. El temor me empieza a embargar y empiezo a correr a una calle iluminada por la luz lánguida de unos faroles, en donde un perro me acompaña, es el perro de mis sueños, corremos, escapamos, pero siento que el sueño de la mujer de mis sueños se convierte en pesadilla, y siento que no corro y el vacío en mi estómago da cuenta de mi cobardía y de mi sueño, y la mujer colgada me persigue al sonido de las manecillas del reloj de la esquina de mi cuarto. Despierto. No quiero tener más pesadillas, quiero seguir soñando con el perro. Me vuelvo a tapar.
Entre una cortina de polvo se ve una sombra que mueve lentamente los brazos. Es una mujer tocando un violín, una solemne melodía interpretada con pulcritud, el inicio de un réquiem quizás. La cortina de polvo se desvanece y observo a la mujer debajo de un velo negro. Creo que es la muerte, aunque la verdad me la imaginaba un poco más bonita, por eso del romanticismo. Pero lo cierto es que vuelve el temor, sé que estoy en un sueño, que no me he movido de mi cuarto. Intento combatir a la muerte en el sueño, busco al perro de mis sueños, su lengua pegajosa, pero encuentro la mano fría de la muerte, que es una mujer, por eso del romanticismo. Tomo rápidamente su violín y del instrumento empiezan a surgir alegres notas, de ritmo rápido. La muerte no muere con mi intento desesperado por acabarla. La música no sirve para nada. Busco a mi perro y emprendo la huída una vez más a través de calles iluminadas por luces lánguidas de faroles. Ahora caigo en un precipicio, como los de los sueños. La sensación de impotencia, el vacío en el estómago, los gritos, todo se hace confuso. Grito y despierto, o primero despierto y luego grito, o las dos cosas al mismo tiempo. No lo sé. No quiero tener más esas pesadillas, me vuelvo a tapar y me concentro en mi perro.
Ahora veo un muro, un muro con manchas oscuras como sangre seca. Es un muro de ejecución. Me encuentro maniatado. Soy el tercero en ser ejecutado. El ejército rojo ha llegado a la ciudad y matan a los contrarrevolucionarios. Le ruego a mi perro de sueños que aparezca, me desate y huyamos juntos hacia Helsinki. O por lo menos a la mujer de mis sueños colgada en un árbol, de la cual me sujetaría y escaparíamos hasta Helsinki. O por lo menos la muerte violinista, que me sugiere una muerte tranquila y con música. Pero no quiero este espanto. Veo que agarran al primer contrarrevolucionario. Dicen que van a matar uno por uno. Lo ponen al frente de tres fusiles cargados, suena la orden y cae el cuerpo. El segundo contrarrevolucionario, más valiente que el primero grita “¡Qué muera el comunismo! ¡qué muera el comunismo!”, eso hace que lo maten más rápido, me cogen a mí y yo, aún más valiente que el anterior grito “¡Qué viva el comunismo!, ¡qué viva el comunismo!”, me sueltan y me dicen “camarada, disculpe usted”. Salgo corriendo hasta Helsinki en donde me espera un coche tirado por el perro de mis sueños, que según me va informando en el camino esto es un sueño y nada tiene que ver con la realidad. Quiero despertar y lo logro. En la esquina de mi cuarto no está el reloj que resuena en cada uno de mis sueños sino el cadáver de mi amigo contrarrevolucionario que me dice “Traidor”. Falsa señal, no he despertado, me vuelvo arropar para no tener que ver más al contrarrevolucionario que viene a remorderme la conciencia que no tengo. Ahora sí despierto, sudando por tanto ajetreo. No quiero tener más estas pesadillas, me vuelvo a tapar y me concentro en el perro.
Veo una cosa de colores que se mueve en un asta, amarillo, rojo... el último color no se alcanza a ver bien, es un morado quizás, o un azul manchado de rojo. Un olor a mierda lo invade todo. Estoy en un país de mierda al parecer. El vacío en el estómago me invade una vez más, intento escapar, pero me veo sentado frente a un televisor viendo los horrores de la infamia. Llamo a mis amigos comunistas y no acuden, llamo a mis ex amigos contrarrevolucionarios y no acuden; llamo a la muerte violinista, serena, tranquila, la muerte sobria... y no acude; llamo a la mujer de mis sueños, colgada y todo, pero de mis sueños, y no acude; llamo al perro que ya está lejano, al comienzo de este recorrido de sueños, y se escucha un ladrido temeroso en la lejanía: él tampoco quiere estar en este país de mierda. Me huele a mierda, pero con algo más, con sangre seca. Crezco un poco y veo desde mi altura que estoy sobre un país de mierda, del cual salen gusanos cafés y morados, gusanos que recorren las cordilleras y nadan en el mar. El asqueroso olor de este país de mierda no es una mierda sana, es una mierda de un viejo con diarrea que expulsó sus parásitos recubiertos con sangre de las porquerías que se tragó. Quiero despertar y no lo logro. Las náuseas son insoportables y un vaho más pestilente empieza a recorrer todo el país, y veo a los lejos a mi perro, mi mujer, mi muerte, mis anticomunistas y mis comunistas, pero no atienden mi llamado desesperado. El perro aúlla con tristeza, está llamando a su amo. Despierto. El reloj en la esquina de mi cuarto anuncia la hora de levantarme, pero no quiero hacerlo, no quiero tener más esta pesadilla, no quiero este país de mierda.
Sergio Ricardo Peñaranda
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